José María Méndez

Este escritor, natural de Santa Ana (El Salvador), estudió Derecho en la Facultad de El Salvador, doctorándose en 1941 con el trabajo “La confesión en materia penal”. Fue profesor de Introducción al estudio del Derecho en la Facultad de Jurisprudencia y de Ciencias Sociales y de Códico de Instrucción Criminal y de Derecho Político. También dirigió el Diario “Patria Nueva” y fue colaborador y articulista para “Diario de Hoy” y “La Prensa Gráfica”.
Dentro del campo literario, destaca su labor como cuentista, siendo considerado como uno de los maestros del relato con cuentos como “Ajedrez”, por ejemplo.

De su primera obra, Disparatario (publicada por el Ministerio de Cultura de El Salvador en 1957), en la que queda patente su gusto por la obra periodística de Eça de Queiroz, se dice en nuestra edición que “las saetas que de las páginas de este libro son disparadas casi siempre pegan en el blanco. Disparatario está escrito en un estilo ágil, picante, de períodos cortos cualidades que lo hacen que cautive al lector”.

El límite son las estrellas



No puedo resistir el atractivo de las ferias. Con placer infantil, gozo el algodón azucarado, las manzanas cubiertas de miel, los terrones de anís. Gasto tres, cuatro horas jugando a la lotería de cartones. Casi nunca gano, pero lo excitante es la expectativa. El corazón casi se me va volando cuando amarro, es decir, cuando me falta un número para ganar. Un cinco de agosto gané una gorda de doscientos pesos. Recuerdo que las tres últimas figuras llegaron en carrera, según las fui llamando mentalmente. La muerte flaca y su gancho. El cantarito del agua helada. La mano que tienta y tienta lo que le tiene cuenta.

Entro a la carpa de la mujer serpiente, a los circos de malos payasos, a los toldos de las gitanas que predicen siempre viajes por barco, romances con mujeres celosas y traiciones de amigos íntimos. Me subo al gusano, a los carros locos, a la rueda de chicago. Me subiría también a los caballitos, pero la verdad es que temo las travesuras de los chiquillos y las burlas de los mayores.

Me conformo con verlos girar durante largo rato. En eso estaba cuando vi cabalgando en uno de los corceles del carrusel a una mujer vestida a la moda del siglo pasado: traje largo, estrecho en la cintura, sombrero de paja de anchas alas, ramo de violetas en la mano. Al principio supuse que la había imaginado, pero una vez y otra vez para borrarme las dudas. En una de las vueltas, su imperceptible sonrisa iba dirigida hacia mí. Esta vez, en lugar de un ramo de violetas llevaba un pañuelo que ondeaba discretamente, como si quisiera formular un mensaje. Cuando el carrusel se detuvo, no la vi bajar. Fue inútil buscarla. Se la había tragado la feria"

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